

40 Minutos
Por Nitza Vargas
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Yo no viví la maternidad con un halo de santidad y belleza, con un vientre para foto de estudio, cantando canciones de cuna a mi hija/o aún no nacidos. A mi me dio diabetes gestacional con la primera y ya deteriorado el metabolismo de la glucosa en mi cuerpo, con el segundo no me fue mejor: 33 kilos de más en cada embarazo. 16 horas de trabajo de parto con la primera que nació pesando 4.650 kgs. producto de mi diabetes y también de la barra de pan Bimbo con crema de cacahuate que me comía al día. Perdí la dignidad que aún conservaba, en posición de parto durante 3 horas mientras pasaban frente a mi doctores, enfermeras, camilleros e intendentes que pudieron ver hasta lo que estaba yo pensando porque ni una sabanita me pusieron encima.
Llegaban los doctores a medir la dilatación como si fuera yo una pila de agua bendita, y se iban de paso, “todavía le faltan 3 centímetros señora…” Se agotó la cantidad de anestesia que mi cuerpo podía tolerar, por lo que la llegada de Ana Paula sucedió en vivo, sintiendo todo el dolor que nunca imaginé que podía tolerar. Me subió la presión y quien lo haya vivido me creerá que me desprendí de mi cuerpo y vi toda la escena desde afuera: mi cuerpo devastado de cansancio, mientras dos doctores dejaban caer todo su peso sobre mi enorme panza, para empujar a la niña que no quería salir. Nada de romanticismo ni lágrimas de emoción, yo nada más alcancé a preguntar si tenía 20 dedos y 2 ojos.
Está grandota pero sanota, dijeron las enfermeras. Ya con eso. A los 19 años, yo fui una niña criando una niña. Me sangraron los pezones en la lactancia, me quedaba dormida sentada hasta en los restaurantes porque mi pequeño angelito comía cada 2 horas y el sueño se me negó durante 4 meses en los que me sentí utilizada como fábrica productora de leche para mantener con vida a la que luego de sobrevivir el viacrucis de ese parto, descubrí como la criatura más hermosa que hubieran visto mis ojos. Seguramente no lo era, pero todas las madres sabemos de lo que hablo. Después de ese día empecé a querer más a mi madre. Y mi amor y mi respeto hacia ella se fue incrementando conforme mi hija crecía y me representaba más retos, más cansancio, más preguntas, más preocupaciones. Me preguntaba por qué los niños no traían botón de ON-OFF para descansar un poco, por qué no traían instructivo, un centro de atención telefónica y soporte técnico, por qué se enfermaba en el momento menos indicado…? Luego con Emiliano las cosas no fueron mejor, porque el trabajo de parto fue largo para culminar en una cesárea de la que me tomó 3 meses recuperarme. Me desmayé en la regadera del hospital por el dolor de la cirugía, y cuando abrí mis ojos tenía a mi alrededor a dos enfermeras, un enfermero y un camillero tratando de levantar mi escultural y ligero cuerpo desnudo, recién parido, débil, llorando de dolor.
Pensé que la dignidad la había perdido por completo en el parto de Ana Paula y tal vez así fue, pero la vergüenza de encontrarme en tales condiciones fue terrible. Todas tenemos historias de ese momento mágico en que la vida cambió, en que una noche completa de sueño ya no fue posible. Como si todo quedara en eso. Para mi, fueron proféticas y apocalípticas las circunstancias de mis alumbramientos. Mis hijos han representado retos infinitos, enigmas indescifrables, aprendizaje constante. Es que nos convertimos en madres tantas veces, sin la conciencia plena de todo lo que viene y lo que implica reproducirnos, hacernos responsables de otro ser humano en todos los sentidos, dejando de lado las propias necesidades para tener como prioridad a los hijos. Y qué bueno que así sea, de lo contrario estoy segura de que la especie humana ya se hubiera extinguido.
Me gusta aceptar que no ha sido fácil, que han dolido en todos los sentidos, que me he cuestionado si yo tenía vocación de madre o no, si debí mejor ser monja como me aconsejaban -créalo usted o no- las Siervas de Jesús Sacramentado cuando terminé la secundaria. Pero tenía que reconocer toda mi imperfección y mis carencias, todo el amor que soy capaz de sentir, los sacrificios que he estado dispuesta a hacer, los errores que he cometido, mis omisiones, mis culpas, mis momentos de iluminación, mis manos llenas y vacías, para amarlos y contenerlos tanto como me ha sido posible. Es que nadie está obligado a lo imposible. En la maternidad hacemos lo mejor que podemos. Y nada más. Sin embargo nos preguntamos constantemente si lo estamos haciendo bien, si nos equivocamos en esto o en aquello, si obtendremos los resultados deseados, si nuestros hijos serán seres humanos de bien, si aquel castigo los traumó de por vida, si no debimos decir-hacer-comprar-llevar-gritar-dejar-soltar-prohibir-permitir esto y aquello y más de aquello. Pues quién sabe. Yo voy haciendo lo que puedo, como estoy segura que hacemos todas. Por eso siempre he dicho que nadie puede ni debe juzgar el desempeño de una madre (me incluyo respecto a la mía) porque es una tarea complicadísima, llena de dudas y sobresaltos.
Porque cada quien tenemos distintas capacidades y circunstancias. Hace algunos años me enseñaron a meditar sobre mi madre, abrazándola en su figura de niña. Abrazar a mi madre niña. Porque yo no estuve ahí, porque yo no sé por lo que tuvo que pasar, sus dolores y tristezas son de ella y ese camino la hizo ser la madre que hoy tengo. Y la amo y la acepto en todo su amor de madre y en toda su imperfección, como espero que me amen mis hijos. Vivimos en una cultura de la madre cabecita blanca, ejemplo de sacrificio y santidad. Mentira. Las madres somos mujeres de carne y hueso, con historias y con miedos, que debemos vivir la propia vida y hacernos cargo de nosotras mismas y además estar siempre disponibles para los hijos. Suena sencillo, normal, es lo que hace toda madre… pero no lo es. Por eso aprendí a ser tal vez una o dos rayitas más, nada extraordinario, mejor hija, hasta que fui madre. Y entendí que por mucho que no esté de acuerdo con ella, su nombre es el que gritaré si estoy enferma, si la vida me golpea, si vienen las penas, si logro lo más anhelado, siempre será mi madre a la que necesitaré, y sé que estará cuando la llame. Bendecida estoy pues, como hija y como madre, porque me fue concedido el privilegio de dar vida, que a muchas les fue negado, y porque tengo a mi mamá conmigo. Dicen muchas veces “sacó sola a sus hijos adelante…” yo creo que es a la inversa. Los hijos nos sacan adelante a nosotras, porque nos impulsan a levantarnos de la cama cuando no tenemos aliento y quisiéramos detener al mundo.
Me reconozco en mis hijos, en sus palabras, en sus ojos, en sus gestos. Me veo a mí misma cuando me equivoco con ellos, cuando estoy gritando regañándolos y me contradigo y luego voy al baño y me miro en el espejo y me reprocho lo mal que lo estoy haciendo. Luego me perdono, me hago consciente de mi infinita imperfección, y me acepto. Gracias a ellos, que no sé si los merezco pero me fueron consignados por un rato, reconozco a Dios y tengo la certeza de su mano guiando siempre la mía, aún en mis mayores tropiezos. Gracias a mi madre, intento ser mejor cada día y he aprendido a escuchar sus consejos porque la vida así es más fácil. Por todo esto y tanto que no me alcanzaría el discurso, me felicito en este día, me reconozco y me aplaudo, la felicito en este día, la reconozco y le aplaudo. Que no me falte nunca el amor de mis hijos ni el de mi madre. Mientras así sea, todo lo demás, sé que estará bien.
